"Educad a los niños y no será necesario castigar a los adultos"

jueves, 12 de abril de 2012

Microrrelatos fuera de concurso

La bruja vestida de negro, con sombrero en punta, nariz ganchuda y verruga llena de pelos, lechuza al hombro, espalda encorvada y diente solitario entre los labios de color violeta, echó algunas porquerías más en el caldero que ya olía a podrido, le pegó una patada al gato, miró el último huesito humano que quedaba en un rincón, se aseguró de que fuera bien de noche, agarró la escoba y pateando cucarachas salió a buscar algún otro chico para comerse en la cena.
Afuera la esperaba una comisión de la Asociación Pro Relatos Infantiles Políticamente Correctos, que con una orden del juez la llevó a un centro de rehabilitación.

 La de inglés me está hablando, me doy cuenta porque dijo algo parecido a mi nombre pero con el acento cambiado; por la entonación me doy cuenta que me acaba de preguntar algo; mentalmente tiro una moneda al aire que cae cerca y entonces respondo: —Iés, misis Cécil —(mi pronunciación es buena).
Por el tono de mis Cécil me doy cuenta que acerté, que me está felicitando ante mis compañeros. Entonces es cuando, sonriente, me da una tiza y me señala el pizarrón...  
Andrés Sobico

El monstruo del lago verde
Comenzó con un grano. Me lo reventé, pero al otro día tenía tres. Como no soporto los granos me los reventé también, pero al día siguiente ya eran diez. Y así continué mi labor de autodestrucción. En una semana mi cara era una cordillera de granos, pequeñas montañas nevadas de pus, minúsculos volcanes en podrida erupción. Los granos de los párpados no me dejaban ver y los que tenía dentro de la nariz me dolían al respirar. Pero seguí reventándolos con minuciosa obsesión. No me di cuenta de que me habían saltado a los dedos y a las palmas de las manos hasta que sentí ese dolor penetrante en las yemas. La infección se había esparcido por todo mi cuerpo y los granos crecían como hongos por mi espalda, las ingles y mi pubis. Si cerraba los brazos se reventaban los granos de mis axilas. Un día no pude más. Me miré al espejo por última vez y dejé sobre la mesa del comedor mi carné de identidad. Después me perdí en la laguna.

El espejo chino
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.

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